domingo, 21 de junio de 2015

Mis alumnos y los diccionarios: un hallazgo inesperado

Los docentes, en general, solemos tener hallazgos inesperados en clase. Buenos y malos, más agradables o menos. Lo que ocurre en las aulas está abierto -afortunadamente- a la interacción humana, al descubrimiento, a la novedad, y sobre todo, a aquello que nuestros alumnos pueden aportar. Cerrar la puerta a estas aportaciones en favor de una voz unívoca -la del libro de texto, más que la del profesor, en tantas ocasiones- es un error que se paga antes o después. Los niños, los jóvenes, no pueden dejar a la entrada del cole sus vivencias, sus gustos, sus conflictos, su manera de ser. 
En un afán uniformizador, la escuela tradicional intentaba disminuir las diferencias personales (sobre todo de carácter) y centrar la atención en el curriculum. Al mismo tiempo, tendía a diluir las diferencias de inicio -clase social, educación de los padres, acceso a bienes culturales- en una pretendida igualdad de oportunidades que convertía las desigualdades socioeconómicas en diferencias académicas. El planteamiento era éste: todos parten con las mismas oportunidades, pero algunos son más hábiles que otros, por eso se da la diversidad de resultados, unos van mejor y a otros les cuesta más. Es el conocido enfoque funcionalista de la educación, que obvia la parte externa de la vida del alumno, centrándose sólo en lo que ocurre en el aula. Y ese reduccionismo puede tener consecuencias negativas para el propio alumnado. A veces me pasman los rodeos que algunos docentes dan para no llamar a servicios sociales, como si esa tarea -recurrir a servicios externos- no entrara dentro de nuestras atribuciones profesionales. Sin embargo, somos conscientes -espero- que no es así: la escuela es un lugar privilegiado para detectar posibles disfunciones en la atención a los niños y jóvenes, y mirar para otro lado no es una opción. 
Sabemos que las personas con las que trabajamos son indivisibles, es decir, no podemos sólo considerar una parte de ellas: lo que traen de casa, lo que viven allí, influye sin duda en su escolaridad. La escuela es el lugar de la diferencia, no de la uniformidad, aunque tantas cosas nos lleven a aplicar a todos la misma medición: controles, ritmos, tareas para casa... Pero nos estamos desviando del tema, como en tantas ocasiones, me temo.
Empezábamos hablando de los hallazgos que se producen en el aula frecuentemente. Este curso, para mí ha sido el uso y disfrute -más disfrute que uso- del diccionario por parte de mis alumnos de tercer curso de primaria. Soy consciente de que el diccionario ha pasado a ser una herramienta menos necesaria en la práctica diaria, puesto que los medios digitales permiten, con facilidad e inmediatez, saber el significado de una palabra. Los diccionarios en la red ofrecen un servicio que, sobre todo en casa, puede sustituir al tradicional libro de acepciones en papel.
En un enfoque uniformizador, se pedía que todos los alumnos compraran -o consiguieran- el mismo diccionario. Recordamos los de Vox, con sus tapas negras, o verdes, si eran de inglés. O los de Santillana, con más colorido y también tapa dura. Con esta práctica, se conseguía una única versión de la palabra buscada, repetida, eso sí, veintitantas veces. Muy útil no parece, la verdad. Además, si una palabra no estaba en el diccionario, no había alternativa: nos quedábamos sin saber su significado.
En mi caso, siempre he recomendado -a finales de tercer curso de primaria- la adquisición de un diccionario entre cinco distintos, dejando a alumnos y padres la decisión final, por el criterio que mejor se les acople: precio, formato, número de palabras incluidas... Además, si algún alumno tiene un diccionario distinto de un familiar mayor, puede traerlo y lo miramos, por si sirve. Así aseguramos dos cosas: un ejercicio de responsabilidad por parte de las familias, aunque sea menor, por una parte; y por otra, un mayor número de definiciones distintas de la misma palabra, con más acepciones, matices, ejemplos... que nos permiten comparar, indagar, seleccionar, aprender. 
Y mi sorpresa ha sido que mis alumnos -la mayoría de ellos- se han entusiasmado con el uso del diccionario, y autónomamente han aprendido a buscar las palabras y lo hacen a menudo, sin que yo se lo pida, y vienen a la mesa orgullosamente, como quien ha conseguido un botín, enseñándome la palabra marcada con uno de sus dedos. Les encanta leer en voz alta las acepciones, y distinguimos cuál es la acertada en el contexto en que se usa. Al igual que con el préstamo de libros, las expectativas han sido ampliamente superadas, y, lo que no es poco, les veo disfrutar haciendo trabajo intelectual. Falta incorporar, es cierto, a algunos que todavía no se aclaran o no muestran tanto interés, pero tenemos otro curso por delante para conseguirlo. Y muchos compañeros suyos dispuestos a ayudar y tutorizar sus avances. Buen panorama.

viernes, 19 de junio de 2015

La prueba de tercero, una prueba de la inutilidad de la LOMCE

Este año, por vez primera en España, se han llevado a cabo pruebas diagnósticas en tercer curso de EP. No han diferido demasiado, en mi opinión, de las que se venían realizando en cuarto de primaria en comunidades como la valenciana desde hace varios ejercicios. Son pruebas pensadas para ser corregidas según parámetros informatizados, a partir de los cuales se obtienen estadísticas comparativas de grupo, centro... No son, ciertamente, el tipo de controles que el alumnado suele afrontar en su escolaridad cotidiana. Y este hecho, inopinadamente, parece no ser relevante, cuando lo es, y mucho, a la hora de valorar la fiabilidad de estos exámenes (sí, la palabra exacta es esa, por más que la LOMCE la obvie y hable, siempre que puede, de pruebas).
La novedad, según parece, es que las pruebas de tercero se referirán al resultado de cada niño o niña concretamente, que será marcado con el hierro candente a tan tierna edad, como los terneros de las películas del Oeste de mi ya lejana infancia. De paso, el grupo será catalogado dentro de una clasificación, y el colegio dentro de otra mayor, que arrojará un panorama desequilibrado entre colegios, por más que algunos índices socioeconómicos intenten explicar las diferencias.
A mí me gustaría saber qué se obtiene -de provecho para el alumnado- con estas pruebas estandarizadas. Y no se me ocurre ninguna respuesta lógica. Ni en tercero ni en cuarto de primaria. Ni en la ESO, claro. Ya sabéis que, como profesor de primaria, me circunscribo más a mi ámbito laboral. En la evaluación de cuarto, todos van al mismo saco y el resultado de los grupos-clase, con frecuencia, no se corresponde con el nivel académico demostrado a lo largo de la etapa. Que los tutores pasen y corrijan las pruebas no deja de ser una práctica cuanto menos chocante. Nos hacen una foto y de nosotros depende que salgamos más o menos guapos, o elegantes por lo menos.
Mis alumnos, los pobres, no salen demasiado bien en la foto; sin embargo, prosiguen sus estudios y llegan con normalidad a secundaria, y no escucho lamentos sobre su bajo nivel curricular ni cosas por el estilo. Pero claro, van pasando las convocatorias y ver algunas cifras en rojo -el puñetero color en educación- va haciendo mella, aunque sea ligeramente, en la moral de la tropa (en este caso, hablo en primera persona). Y a ver cómo explicas que hay alumnos con graves carencias pero que no llevan todavía adaptación curricular, o que el formato de la prueba es claramente inadecuado si no hay un entrenamiento previo en la resolución de la misma. Y no me refiero a los contenidos, sino a las actividades. Y esa duda, o cierta desazón, llevan a plantearse qué conviene más: seguir trabajando con unas metodologías en las que confiamos -y que revisamos, ojo- o bien dedicar tiempo y esfuerzos a que los alumnos se entrenen en rellenar cuadritos, elegir entre opciones múltiples y, lo que es lo mismo, modificar la práctica para que las pruebas salgan mejor. Perverso todo, como se puede apreciar.
Tomado de silviateaching.blogspot.com
Un niño de tercero o cuarto ve mucho más lógico unir con flechas dos columnas que tener que rellenar cuadritos con letras o números (cuya función es la misma que las flechas, pero mucho más compleja de gestionar). Del mismo modo, ordenar una serie de números es más sencillo si se dejan huecos en una línea horizontal que poniendo numeritos en cuadrados. ¿Por qué? Porque están acostumbrados a hacerlo de ese modo. ¿Tanto costaría consultar al profesorado de esas edades sobre cómo plantean las actividades en el aula cada día? O al menos, se podría ver qué tipología de actividad ofrecen los manuales de texto tan usados todavía hoy. Ya puestos a hacer el esfuerzo, podría coordinarse -esa palabra desconocida para tantos dirigentes educativos- y ofrecer al alumnado unas pruebas más acordes con su práctica diaria. Aunque siga sin servir para nada relevante. 
La profunda desconfianza que subyace en este modelo sobre la capacidad y el trabajo docente se traslada también a la metodología empleada. Por no hablar de la tipología textual elegida este año para hacer una redacción de 50-70 palabras; pedir a niños de tercero que elaboren un texto instructivo sobre un juego de mesa, a elegir, eso sí. Cuando los textos narrativos copan las lecturas de los niños de primero a tercero, con alguna concesión a la descripción y a la poesía, se les pide un reglamento del dominó. Todo muy lógico, como se puede ver.
Teniendo en cuenta que la tipología textual se trabaja más específicamente en quinto y sexto, pedir un escrito con una estructura tan marcada y con un número de palabras inadecuado por corto -si se quiere explicar bien- es un despropósito más. Otra razón para desacreditar el trabajo docente, como si los que elaboran esas pruebas estuvieran en posesión del saber pedagógico. A veces, nuestro trabajo tiene ciertas miserias.

Sala de profesores: un retrato con sombras

Retomamos el blog con uno de sus epígrafes de más éxito, cine y educación. A lo largo de los ya casi doce años de esta aventura de opinar so...